En una comunidad ribereña de la Amazonía, cuando el sol comenzaba a esconderse detrás del río y el cielo se pintaba de rojo intenso, un niño preguntó por qué esa noche era diferente. Su abuela, sentada en un banco de madera frente a la casa, le respondió que no era una noche cualquiera, que esa noche el mundo recordaba un nacimiento que había cambiado la historia, aunque muchos ya no lo notaran entre luces, ruidos y apuros.
La abuela empezó su relato contando que, hace muchos años, en un lugar lejano, un niño nació sin lujos, sin comodidades, sin un techo digno, muy parecido a como nacen muchos niños en la Amazonía, en casas humildes, rodeados de amor, pero también de carencias. “No nació en un palacio”, le dijo, “nació como nacen los hijos de los pueblos sencillos”.
Mientras hablaba, el río seguía su curso, llevando consigo los reflejos de algunas luces navideñas encendidas con esfuerzo. La comunidad se preparaba como podía: una olla grande en el fogón, algo de pescado, una gallina criolla, el infaltable mazato. No había exceso, pero sí la intención de compartir.
El niño escuchaba atento, y la abuela le explicó que, así como ese niño nació lejos del poder, también hoy muchos viven lejos de las decisiones que afectan sus vidas. En la Amazonía, dijo, la Navidad llega a lugares donde a veces no llega el Estado, pero donde siempre llega la solidaridad.
En el cuento, la abuela recordó que ese nacimiento fue un mensaje silencioso, una forma de decir que la vida vale incluso cuando nace en la pobreza, cuando no hay regalos ni mesas llenas. Que nadie está condenado a ser invisible solo porque nació en los márgenes.
A lo lejos, se escuchaban risas de niños jugando con juguetes sencillos, algunos hechos a mano. La abuela señaló esa escena y dijo que la Navidad verdadera se parece más a eso que a los grandes anuncios: niños compartiendo, familias reunidas, comunidades que se sostienen unas a otras cuando todo falta.
El cuento avanzaba y el niño comprendía que la Navidad no borra las tristezas. Hay sillas vacías, hay ausencias, hay quienes trabajan esa noche, hay quienes están enfermos o lejos de casa. Pero la Navidad, le dijo la abuela, enseña a no rendirse ante la tristeza.
También le habló de la selva, de cómo la Amazonía es vida frágil y poderosa a la vez, y de cómo celebrar la Navidad aquí debería recordarnos el cuidado de la casa común, el respeto por la naturaleza y por quienes la habitan desde siempre.
Cuando la noche terminó de caer y el reloj se acercaba a la medianoche, la abuela cerró su cuento diciendo que ese niño que nació pobre vino a recordarnos que ser humano es cuidar al otro, compartir lo poco, buscar justicia y no olvidar a quienes más necesitan.
Y así, en medio del calor amazónico, del murmullo del río y de una cena sencilla, la Navidad mostró su verdadero significado: no es lo que se compra ni lo que se exhibe, sino la esperanza que renace cada vez que una comunidad decide compartir, perdonar y creer que un mundo justo para todos es todavía es posible.






