El río Nanay, fuente de vida, identidad y sustento para miles de familias loretanas, hoy agoniza. Agoniza no solo por el mercurio y la destrucción que deja la minería ilegal, sino también por el olvido, por la indiferencia de un Estado que llega tarde, mal o nunca. Lo que vemos en el Alto Nanay no es un hecho aislado, es el reflejo más crudo de un país que ha permitido que la necesidad se confunda con la delincuencia, y que la supervivencia se convierta en delito.

Allá en las riberas del Nanay, la gente no roba, lucha por comer. No destruye por placer, sino por desesperación. Detrás de cada draga, de cada balsa, de cada pala que revuelve el fondo del río, hay una historia humana: padres que no tienen otra opción, madres que buscan llevar un plato de comida a casa, jóvenes que han perdido la esperanza de encontrar un trabajo digno. Y mientras tanto, las autoridades miran desde lejos, se reúnen, se toman la foto, pero no llegan con soluciones reales.
La minería ilegal ha convertido al Nanay en una trinchera de desesperados. Y lo más doloroso es que hoy los enfrentamientos no son entre el bien y el mal, sino entre vecinos, entre hermanos de la misma tierra. Pobladores contra pobladores. Gente de hambre contra gente de hambre. Esa es la verdadera tragedia que nos duele: que la pobreza haya logrado dividir a los que deberían unirse para defender su vida y su territorio.
No podemos seguir creyendo que destruir dragas resolverá el problema. Porque el problema no está solo en el río, está en el abandono. En la falta de oportunidades, en la ausencia de educación técnica, en la desatención de la salud, en la ausencia total de un Estado que solo aparece para reprimir. No se combate el hambre con operativos, se combate con trabajo, con desarrollo, con dignidad.

El Alto Nanay nos desnuda como sociedad. Nos muestra un espejo donde se refleja nuestra comodidad, nuestro centralismo, nuestra costumbre de mirar hacia otro lado. Acusamos a Lima de centralista, pero desde Iquitos también actuamos con el mismo desinterés hacia los pueblos más alejados. ¿Cuántos sabemos realmente lo que ocurre en Santa María, en Huaman Urco o en Tacsha Curaray? ¿Cuántos hemos sentido la angustia de un padre que ve cómo su río se vuelve veneno?
Hay responsables políticos, sí, y con nombre propio. Desde los municipios distritales y provinciales hasta el gobierno regional y los congresistas que hoy callan. Pero la responsabilidad también es colectiva. Porque cada vez que normalizamos la pobreza, cada vez que justificamos la indiferencia, estamos siendo cómplices de que el Nanay muera un poco más. No se trata solo de culpar, sino de asumir que todos tenemos una parte en esta historia.
Y mientras tanto, el río sigue corriendo, arrastrando lodo, mercurio y tristeza. Pero también arrastra esperanza, porque la gente del Nanay aún resiste. Aún hay comunidades que creen que se puede vivir de la tierra sin destruirla, que se puede progresar sin vender el alma. A esas voces hay que escucharlas, protegerlas y acompañarlas. Porque si ellas callan, el silencio será total.

El Nanay no necesita discursos, necesita presencia. No necesita promesas, necesita políticas reales. No necesita fotos, necesita acción. Y sobre todo, necesita humanidad. Que las autoridades, los empresarios, los comunicadores y la sociedad entera dejemos de mirar el río solo como un recurso y lo miremos como lo que es: una vida que nos sostiene a todos.
Porque cuando el Nanay muere, no muere solo un río. Muere una parte de nosotros, de nuestra historia y de nuestra identidad. Y si seguimos callando, mañana no solo será el Nanay el que agonice, será toda la Amazonía la que grite por auxilio.






