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Editorial | Vuelos humanitarios que dejaron de serlo

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La suspensión de los vuelos subsidiados hacia el Putumayo revela una vieja práctica que beneficia a unos pocos y condena al abandono a una zona fronteriza olvidada del país

En teoría, los vuelos humanitarios o subsidiados por el Estado deberían servir para garantizar la conectividad y el bienestar de los peruanos que viven en las zonas más apartadas del territorio nacional. Pero en la práctica, en lugares como la localidad de San Antonio de El Estrecho, en la provincia de Putumayo, región Loreto, en la frontera con Colombia, ese principio se ha distorsionado al punto de convertirse en un negocio particular disfrazado de servicio público. Lo que nació como una política de integración nacional, hoy parece operar bajo una lógica de privilegio y aprovechamiento.

Desde hace años, los vuelos cívicos gestionados por la Fuerza Aérea del Perú han sido señalados por su manejo poco transparente. Según testimonios de la propia población y de dirigentes locales, como el profesor Edwin Pérez, estos vuelos, supuestamente destinados a servir a la ciudadanía con tarifas accesibles, terminan siendo bloqueados por empresas privadas que compran todos los pasajes disponibles y luego los revenden al doble de precio. Una operación que, sin llamarla mafia, se asemeja peligrosamente a un negocio institucionalizado a costa de los más pobres.

El problema no es nuevo. Lo grave es que se ha normalizado. Las autoridades locales, regionales y nacionales parecen preferir mirar hacia otro lado, en un silencio que huele a complicidad o a indiferencia. Mientras tanto, el habitante del Putumayo, ese peruano de frontera que sostiene la presencia del Estado en una zona geopolíticamente sensible, debe pagar hasta 400 soles por un pasaje que el Estado ya subsidiaba. Una contradicción vergonzosa que refleja el divorcio entre las políticas públicas y la realidad amazónica.

Hoy, con los vuelos suspendidos, la población enfrenta desabastecimiento de productos básicos y el riesgo latente de aislamiento total. En una región donde no existen carreteras y donde el viaje fluvial demora hasta 20 días, el avión no es un lujo: es la única conexión vital con el resto del país. Sin vuelos, no hay alimentos, no hay medicinas, no hay movilidad para los enfermos ni para los estudiantes que deben desplazarse por motivos de salud o educación. Lo que está en juego aquí no es solo la economía, sino la dignidad y la vida misma.

Resulta indignante que se siga hablando de “acción cívica” cuando el beneficio real recae en intermediarios que ven en el aislamiento de la selva una oportunidad de lucro. El espíritu solidario de estos vuelos se perdió hace rato. Lo que debería ser un instrumento de justicia territorial se ha convertido en un negocio disfrazado de filantropía. Mientras tanto, los discursos de campaña se llenan de promesas vacías sobre integración amazónica y desarrollo fronterizo, pero las soluciones concretas siguen ausentes.

Es momento de exigir una auditoría seria sobre el manejo de estos vuelos. ¿Quiénes los administran realmente? ¿Qué controles existen sobre su distribución? ¿Por qué el Estado permite que un servicio financiado con recursos públicos termine beneficiando a empresas privadas? Son preguntas que deben responderse con urgencia y sin complacencias, porque lo que ocurre en el Putumayo no es un hecho aislado, sino una muestra de cómo la ineficiencia estatal y la falta de fiscalización castigan a las regiones más olvidadas del país.

El abandono del Putumayo es también el reflejo de una política centralista que, desde Lima, sigue tratando a la Amazonía como un territorio lejano, ajeno y prescindible. Mientras en el discurso se habla de soberanía y orgullo nacional, en la práctica se condena a los peruanos de frontera a vivir desconectados, pagando sobreprecios por servicios que deberían ser derechos garantizados.

Por eso, esta no puede ser una denuncia pasajera ni un tema de coyuntura electoral. Es una exigencia moral y política: que el Estado peruano cumpla con su deber de garantizar transporte digno y asequible para las comunidades amazónicas. Porque la verdadera defensa del territorio no se hace con discursos patrioteros ni con banderas, sino asegurando que cada peruano, viva donde viva, tenga las mismas oportunidades de conexión, desarrollo y esperanza.

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